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Hello, my name is Sofía


Prólogo


La historia de Sofía Hernández bien podría formar parte de un cuento de hadas moderno. Su historia comienza a escribirse sobre un pueblo mirandino de concreto, y sigue narrándose sobre el hielo groenlandés. No tiene madrastra malévola, sino más bien un personaje llamado “vida” que la pone a prueba, junto a su familia, una y otra vez (Como a todos, ¿no?).


Esta princesa es echada pa’ lante: repartió volantes de una tienda durante seis meses, de lunes a viernes de 8:00 a.m. a 1:00 p.m. Sus días comenzaban a las 3:00 a.m., y muchas veces terminaban a la 1:00 a.m. del día siguiente. Por una mala jugada de la “vida”, que algunas veces es noble y otras muy cruel, Sofía tuvo que vivir, por casi dos meses junto a su familia, en un pequeño cuarto de la casa parroquial de la Iglesia Santa Cruz de Pacairigua de Guatire, la misma a la que Evencio Castellanos le escribe una suite orquestal en 1954. Nuestra princesa moderna se empeñó tanto en ser educadora musical y violista que llegó a conocer a su príncipe azul con botas de invierno forradas de piel de oso, y no con zapatillas de cristal. Ah, y olvídense de la carroza de calabazas. No, ella llegó en helicóptero a su encuentro.


Esta es la historia de Sofía, quien solo sabía decir “Hello, my name is Sofía” cuando llegó a conquistar sus más grandes sueños en un lugar muy lejos de casa, pero muy cerca, a escasos 500 kilómetros, del Círculo Polar Ártico.


Sofía y René (Foto Ciril Jazbec)

Capítulo I

Yo quiero ser músico


Junto a sus cuatro hermanos (Laura Victoria, María Alejandra, Carla y Carlos) y sus padres (Carmen Alicia Mejía y Carlos Antonio Hernández), Sofía se muda de Los Teques, capital del estado Miranda, a la Urbanización El Marqués, en Guatire. A su padre, carpintero de profesión, le habían ofrecido un buen trabajo en la empresa de helados Efe. Fue en la ciudad de la Cruz de Mayo, de la Parranda de San Juan y San Pedro, esta última Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, en donde Sofía conoció su pasión. Tenía 10 años, y sus ojos no se apartaban de los violines que acompañaban las procesiones de Semana Santa en Guatire.


“Le insistí a mi mamá que quería tocar violín. Nos enteremos que en Guatire había una escuela de música, que para ese momento no sabíamos que pertenecía al Sistema Nacional de Orquestas. Casualmente, la directora, Dunia, era la mamá de una de las niñas que estudiaba conmigo en el colegio, Humely. Le insistimos. Me aceptó a mitad de año. Empecé a estudiar teoría y solfeo”.


Tenía 13 años cuando todo comenzó. Pasó dos años sin tocar un instrumento. Tan solo cantaba, aprendía rítmica y teoría. “Eso dice mucho de alguien que en realidad quiere tocar”. Finalmente, al Núcleo de Guatire llegó una dotación de instrumentos. Sofía estaba apunto de cumplir 15 años, y de cumplir el sueño que tenía desde los 10. Como ya era “grande” le ofrecieron la viola. “Dije que no. ¡Yo quería el violín! Entonces, llegó alguien y me dijo que la viola era igualita al violín. ¡Me comí el cuento! (risas)”.


Aceptó. Desde el comienzo tuvo un gran profesor: Gastón García, maestro que la guió musicalmente. Estudiaba en todas partes. Por ejemplo, en el recreo, durante el colegio, le dedicaba 10 minutos a la viola. Del colegio salía corriendo al núcleo. “En cualquier huequito que tenía yo estudiaba. Había que echarle pierna, porque en mi casa siempre hemos sido muy humildes. No pobre, porque la pobreza se lleva en la cabeza”.


Para esa época (y para esta), sostener a una familia con seis hijos no era sencillo (el quinto hermano de Sofía, Oscar Mauricio vive en Colombia). Carmen Alicia, su mamá, se dedicó al hogar y al cuidado de sus hijos. Carlos Antonio, su papá, se dio cuenta de que no podía seguir trabajando por un sueldo mínimo. ¡El dinero no alcanzaba! Así que se mudaron a una casita en el centro de Guatire. “Para esa época, Guatire era un pueblito”. Frente a su vivienda, Carlos Antonio montó su propia carpintería. Todos seguían, como dice muchas veces Sofía, “echándole pierna”.


Sofía y su viola en Groenlandia (Foto Ron Davis Alvarez)

Capítulo II

Todo a mil


A los 17 años la princesa de este cuento se queda sin profesor de viola. Sabía que el momento había llegado: debía presentar una audición para entrar al Conservatorio de Música Simón Bolívar, ubicado en El Paraíso, al oeste de Caracas. Quedó, y así comienza el noble, y a veces complejo, camino para ser músico. Sus horarios cambiaron. Su mamá le hacía el almuerzo a las 5:00 a.m., para que Sofía se lo llevara al colegio. De ahí salía a la 1:00 p.m. Tomaba un autobús y subía a Caracas, tres veces por semana, para recibir clases de viola, piano y teoría de la música. Dependiendo del tráfico, llegaba a las 6:00 p.m. a Guatire.


“Cuando llega el momento de graduarme, le digo a mi mamá que quiero estudiar música, que realmente es lo que quiero hacer. Mi mamá me dijo: ‘¿Cómo vas a estudiar música? ¡Los músicos no tienen casi futuro en este país!’. Por supuesto que la entendí. Para ese entonces, no había un futuro seguro para los músicos clásicos. El Sistema estaba en crecimiento nacional e internacionalmente. Le dije a mi mamá que eso era lo que yo quería ser. Continúe en el conservatorio. Tenía que echarle pierna, porque luego de que salí de bachillerato para mi mamá era prácticamente imposible cubrir mis gastos de pasajes, comidas, copias, cuerdas. ¡No era la única!”.


Para apoyar a su familia y seguir con su sueño, Sofía comenzó a trabajar de 8:00 a.m. a 1:00 p.m. entregando volantes en una de esas famosas tiendas que vendía “Todo a mil” en Guatire. Ahí trabajó durante seis meses. El dinero le alcanzaba solo para pagar los pasajes del autobús. Por unos meses, el núcleo de Guatire se quedó sin director de orquesta. Ella, empeñada, muy empeñada, en tocar decidió audicionar para la Orquesta Sinfónica de Chacao, al este de Caracas. Quedó. Ahí estuvo por dos años. Y, por supuesto, seguía en el conservatorio. A veces, con suerte, dormía cuatro horas al día.


Capítulo III

La hada madrina: la familia

La familia de Sofía. De izquierda a derecha Carla, María Alejandra, la señora Carmen, el señor Carlos, Laura Victoria y Sofía (Foto cortesía de Sofía Hernández)

El maestro José Antonio Abreu, fundador del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, asistió al Núcleo de Guatire para presenciar los pininos de lo que es hoy la Orquesta Sinfónica de Juventudes Francisco de Miranda. Ahí estaba Sofía, quien desde entonces formó parte de la orquesta que fue constituida con el apoyo del encargado de sembrar Venezuela de orquestas y coros durante 41 años. “Eso significaba para mí no solo estar más cerca de mi casa, y cambiar un poco mis horarios. También significaba que iba a recibir una beca para poder ayudar más a mi familia”. Sofía colaboraba ayudando a su mamá en las mañanas en la cantina del Colegio Santa María Goretti, en Guatire, en donde había estudiado.


Había llegado el momento de la gran pregunta: ‘¿Qué quiero ser cuando sea grande?’ Tenía 24 años. Estaba segura de que quería ser músico, pero no sabía qué clase de músico quería ser. Pensó en ser solista. Pero desistió, le gustaba mucho formar parte de una orquesta. Ella, en realidad, lo que quería era enseñar. Muchos de sus compañeros de la orquesta estaban estudiando en el Instituto Universitario de Estudios Musicales (IUDEM, hoy Universidad Nacional Experimental de las Artes). Como un golpe de suerte de la vida, ahora muy noble, desde el instituto abrieron especialmente las inscripciones del propedéutico para los músicos de la Francisco de Miranda.


Sofía comenzó a estudiar Educación Musical. Se graduó en seis años. En más de la mitad debía pararse a las 3:00 a.m. para ir al terminal de autobuses de Guatire para hacer las largas colas para subir a Caracas. Tenía clases a las 8:00 a.m. Con suerte, algunos día salía a las 3:00 p.m. de la universidad. Llegaba a las 6:00 p.m. a ensayar con los músicos de la Francisco de Miranda. A las 9:00 p.m. iba camino a su casa para dedicarse a hacer los pendientes del IUDEM. Además, Sofía comenzó a dar clases, dos veces por semana, durante un año, en el Núcleo de Caucagua, en donde se dio cuenta que, para ese entonces, muchos de sus alumnos llegaban a tener más riquezas materiales que ella. Luego, en 2005, pasó a dar clases en el Núcleo de Guatire, cuando Ron Davis Alvarez, director, violinista, y fundador de El Sistema Groenlandia, en 2011, dirigía la institución.


“Durante todo este tiempo, mi familia me apoyó mucho más. Me despertaba a las 3:00 a.m. porque mi papá se levantaba a despertarme. Mientras me bañaba, me hacía el desayuno. Tomaba, luego, café con mi mamá. Mi papá me acompañaba todas las madrugadas hasta el terminal. Después, se regresaba a casa a buscar a mi hermana para también llevarla hasta el terminal. Mi familia es una familia de valores, una familia que cree que para lograr algo debes luchar por eso. En los momentos en el que se me rompía una cuerda, mi mamá me ayudaba a comprarla. Y te digo ayudar, porque no es fácil mantener a seis hermanos. Hoy los seis somos profesionales”.


La familia de Sofía es su hada madrina. En conjunto, no una sola hada. Son muchas al mismo tiempo y con una fuerza avasallante. Por ejemplo, cuando Sofía tenía audiciones, que debía estudiar prácticamente día y noche, todos en su casa permanecían callados. Se encerraban en un cuarto para darle el espacio y la concentración a su pequeña princesa músico. Todos ahí le “echaban pierna”. Para mejorar sus condiciones de vida, decidieron vender su casita humilde en el pueblo de Guatire y alquilar un apartamento. Las deudas arroparon a la familia. Duraron un año sin pagar la renta del apartamento. Una demanda les quitó todo lo que tenían: lavadora, cocina, camas, nevera, etc. (Oh, la vida, la vida).


Debieron desalojar el apartamento tan solo con unas bolsas llenas de ropa. Para ayudarlos, el párroco de la Iglesia Santa Cruz de Pacairigua de Guatire les ofreció un cuarto en la casa parroquial. Ahí vivieron poco menos de dos meses. Otras hadas aparecieron: la gran amiga de Sofía, María José León, flautista de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela, y la madre de esta. “Fue una época muy triste, pero todos nos dimos cuenta de que teníamos que echarle más pierna; que mi papá había enfermado, tenía diabetes, y ya no podía solo; que mi mamá sola no podía trabajar en la cantina del colegio Gorretti. Con la ayuda de mi amiga nos mudamos a un lugar cuyo alquiler era muy económico. Pero ahí tan solo duramos un mes, porque era un sitio muy peligroso. Mi mamá no quería exponernos”.


Sofía y su sobrina Camila Victoria (Foto cortesía Sofía Hernández)

Es así como se mudan, gracias a una amiga (sí, otra hada madrina), de la señora Carmen Alicia, a donde han vivido durante más de 15 años: a la Calle Zamora. La vida volvía a ser noble. Al punto de que gracias a un proyecto que presentó Jhon Alvarez, esposo de Laura Victoria, la hermana de Sofía, la señora Carmen pasó a gerenciar la cantina del Colegio San Vicente de Paul, en Guatire.


Capítulo IV

Un príncipe azul a seis mil kilómetros de distancia


Un padrino mágico le cambió la vida. La presencia en Venezuela de un grupo de niños de El Sistema Groenlandia, en noviembre de 2013, llevó a Sofía a creer en lo increíble. Ron Davis Alvarez (el padrino mágico) la invitó a dar clases por tres meses en el Uummannaq Polar Institute, a más de seis mil kilómetros de distancia de su casa. Sofía se emocionó. Todo fue apresurado. Un día antes de tomar el avión, en abril de 2014, Ron la llama. Le dice que sí, que sí van a Groenlandia; que aliste todo. “Yo no podía creerlo”. Lo primero que hizo fue cerrar todos los ciclos de su vida profesional y personal. Luego, armó su maleta para tres meses… y aún hoy vive en Groenlandia.


Sofía y Ron en Groenlandia (Foto cortesía Ron Davis Alvarez)

Tomó seis aviones y un helicóptero. Moría de frío. No tenía la ropa adecuada para estar a -0 grados. Estaba agotada. Él, René Kristensen, la esperaba (Bueno, a ella y a Ron). Él es el coordinador de proyectos de la Casa de Niños de Uummannaq, en donde Sofía daría clases por tres meses. A 500 kilómetros del Círculo Polar Ártico, en Uummannaq, en donde viven poco más de 1.500 personas, Sofía se enamoró. Su príncipe azul, rubio, de casi dos metros de estatura, de origen danés, respetuoso, correcto y con un hijo de casi 10 años, la conquistó sin que ella hablara inglés ni él español.


A los pocos días de llegar, Sofía junto a los niños de El Sistema Groenlandia y Ron, tocaron para Ban Ki-moon, secretario general de las Naciones Unidas. “Jamás pensé que eso me iba a pasar en un lugar tan lejos”. Los días pasaban entre su deseo de entender cada día más y más a los niños, que hablan kalaallisut, danés o inglés; entender las palabras de amor de René y usar ropa de invierno de piel de oso para soportar las bajísimas temperaturas. En tres meses se hallaron enamorados.


René y Malik en Venezuela con los padres de Sofía (Foto Ron Davis Alvarez)

Entre los meses de junio y julio siguientes, Sofía viajó a Venezuela a legalizar y traducir sus papeles. René le había pedido matrimonio. Un año después se casaron rodeados de nieve. “Ya tengo dos años viviendo aquí. Tengo un hijo de la vida, Malik, el hijo de René, que a los tres años superó el cáncer. Me he adaptado muy bien a la cultura. Se parece mucho a mí, aunque yo venga del Caribe. Me costó mucho el idioma porque no es solo hablar inglés. Lo único que yo sabía decir era ‘Hello, my name is Sofía’. A veces, me acostaba frustrada y con dolor de cabeza porque no entendía. Tenía que enseñarle a niños cuyo idioma no hablaba. Ahí es donde aprendes a desarrollar todas las habilidades que te enseña El Sistema”.


Sofía y René el día de su boda (Foto Ciril Jazbec)

Sofía aprendió a hablar inglés. Ayuda económicamente a su familia. Cría a un hijo que la hace reír todos los días y que estudia violín; aunque ella cree que en unos años estudiará cello. Dirige un programa inspirado en El Sistema. Y escogió como su hogar la ciudad de Uummannaq, cuyo nombre significa corazón y en donde los niños groenlandeses y daneses creen que está la casa de Santa Claus.


Fin.


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