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Apunta de felicidad


Raylis Coa (Fotografía cortesía de Gerardo Gómez)

- Raylis tendía mucho a dispersarse. Siempre ha sido muy conversadora, y la música la ayudó a controlar eso.

- Bueno, los trapitos al sol, pues (Raylis, voltea a ver a su mamá, Raiza, quien sin remedio alguno se ríe junto con ella).


Así es Raylis Coa. Jocosa. Con esta chica trigueña de 19 años todo es una fiesta. Solo hacen faltan cinco minutos a su lado para darte cuenta de que su risa estruendosa puede subir los decibeles de cualquier pachanga. Es tan contagiosa que aún así no sepas de qué se ríe, tú ríes; que aún así no sea el momento para reír, tú ríes; que aún así te esté contando sobre su grave enfermedad, tú risa acompaña la de ella a lo largo de toda la historia. Es que ella decidió luchar a punta de felicidad contra todas las células que producía su cuerpo; incluso decidió usar un vestido rojo, tacones y una peluca en una fiesta para luchar en contra de las sesiones de quimioterapia.


Raylis Coa y su familia (su hermana menor Railteh, su mamá Raiza Tirador y su papá, Luis Felipe Coa) viven en la Avenida Fuerzas Armadas, al oeste de la ciudad de Caracas, en Venezuela. Desde los cinco años integra el Núcleo San Agustín, perteneciente al Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, fundado hace 41 años por el maestro José Antonio Abreu. Su infancia fue distinta a la de sus compañeros del colegio. “A ellos no le causaba envidia que estudiase música. Más bien no lo entendían. Me invitaban al parque, y les tenía que decir que no podía porque tenía ensayo. Los domingos me invitaban a salir, y no podía porque tenía concierto. Es más, siempre les preguntaba: ‘¿Quieren ir? Es demasiado fino’", cuenta con el tono de quien narra un mismo episodio de su vida una y otra vez.


Ella disfrutaba el hecho de llegar corriendo del colegio a la casa para almorzar rápido. “¡Siempre apurando a mi mamá para que me tuviese lista la comida!”. De ahí salía corriendo al núcleo, ubicado en Parque Central, y en donde se atiende hoy a más 1.800 niños y jóvenes. Ahí dentro las horas le pasan volando. Entre sus compañeros y los profesores ha pasado las tardes más divertidas de las que tiene recuerdo. “Cuando te das cuenta ya se terminó, debes irte a casa. Pero pasas toda la noche pensando en la música. ¡Te queda en la mente! Te despiertas de nuevo. Vas a la escuela. Haces la misma rutina y la música sigue ahí, en tu cabeza”.


Entre la flauta y la trompeta (dos de sus instrumentos preferidos) decidió seleccionar el violín. La verdad, confiesa, es que le llamaba la atención la posición estratégica en la que se encontraban los violines dentro de la orquesta: justo al lado del director, muy cerca del público. Dice, casi en secreto, que muchas veces se ha preguntado por qué disfruta tanto de su instrumento; por qué disfruta tanto siendo parte del núcleo. Sus interrogantes aún no tienen respuestas. Solo sabe que le gusta hacer música; que sueña en grande: en viajar con su orquesta, la Sinfónica Juvenil José Francisco del Castillo, por América, Europa, Asia. “Estar en la orquesta es divertido. Uno aprende y se da cuenta de sus habilidades. Imagínese, en octubre pasado (2015) mi orquesta formó parte de la Orquesta Binacional Brasil – Venezuela, por la celebración de la séptima edición del Festival Villa – Lobos. ¿Cuándo pensé yo que iba a compartir atril con unos brasileños? ¡Nunca! Y eso me llenó de felicidad”.


Cursaba cuarto año de Bachillerato, en 2012, cuando se enteró del diagnóstico. Se preparaba para optar a un atril en las audiciones que conformarían las orquestas regionales, que saldrían entre los núcleos de La Rinconada, Montalbán y San Agustín, al oeste de Caracas. Una bolita en su brazo la llevó al médico. Comenzaron los análisis, los exámenes con médicos especialistas. Tenía cáncer. Su vida, como la conocía, cambió. Dejó de estudiar tanto violín. No asistía a los conciertos. Debía hacerse seis ciclos de quimioterapia.


“Al principio, nadie supo nada dentro del núcleo. Cuando nos dicen: ‘esto es lo que tú tienes y el remedio para que se te pueda quitar es este’, yo agarré a mi mamá y le dije: ‘Bueno, pa’ lante. Aquí nos van a apoyar los que quieran estar, y los que no, pues, no importa’”, cuenta con aplomó mientras detrás de ella su mamá llora, como si estuviese reviviendo ese momento.


Raylis fue diagnosticada con un linfoma no Hodgkin. Se lo dijo a sus profesores del núcleo: la profesora Tupac Rivas y el profesor Carlos Sedán. En ese momento, le consultaron si quería informarles a sus compañeros de clases. Esa pregunta hoy todavía le retumba a Raylis en sus oídos. No supo qué hacer. Comenzó su primer ciclo de quimioterapia en diciembre de 2012. No perdía la energía: aún era la risa más sonora de todo el núcleo y de su casa. “Vino mi abuela a Caracas e hicimos un bonchón. Sino podía comer uva no importaba, todos comíamos en la casa mandarinas. Todos en mi casa comían lo que yo podía comer. Pero cuando me decían: ‘Vamos a comer patas de pollo’ (abre sus grandes ojos color miel y saca la lengua), yo gritaba: ‘noooooo, patas de pollo no’”, dice, e inmediatamente me arranca una carcajada.


Comenzando enero de 2013 se cortó el cabello cortico. En su entorno de amigos, nadie dijo nada. Asumieron, según cuenta, que “año nuevo, look nuevo”. Asistió, a pesar de las sesiones de quimioterapia, a un concierto que realizaron varias orquestas caraqueñas de El Sistema en el Teatro Teresa Carreño. Los pocos que sabían su verdad la cuidaron. Le tocaba el tercer ciclo de quimioterapia. “Se me cayó el pelo. Pero no fue que se cayó y ya, no. ¡Se me achicharró! ¡Se me quemó! Una amiga de mi mamá me rapó el coco. Mi papá también se lo rapó. Mi hermana y mi mamá se cortaron el cabello cortico. No dejé que se lo raparan. Unas amigas de mi mamá me compraron una peluca. Nadie se daba cuenta. Solo me echaban broma diciéndome que me había solta'o el moño”.


A finales de enero, una gran amiga de ella, Valeria, celebró su cumpleaños con una fiesta en la que asistió toda su orquesta. Los padres de Raylis, por su insistencia, la dejaron ir con la única condición de que llegara temprano. Así que ella peinó su peluca, se puso un vestido rojo, se subió a unos tacones y se fue a disfrutar de la fiesta. Bailó y bailó. Todos la piropeaban. Disfrutó hasta el cansancio, cuenta.


Pocos días después, vuelve a recaer. Otra bolita, un poco más pequeña, le había aparecido. “Me dicen que tenía que ir a radioterapia. Así que decido quitarme la peluca. Y, bueno, para no andar por ahí con mi calva perfecta al aire, decido usar las boinas de mi papá. Ahí fue cuando mis compañeros comenzaron a darse cuenta. Quién me preguntaba le decía: ‘tengo esto y esto’. Todos quedaron sorprendidos. No se explicaban cómo en el cumpleaños de Valeria me vía tan bien”, recuerda mientras su mamá, Raiza, vuelve a llorar.


Debía hacerse un trasplante. Lo que habían calculado para hacerlo a largo plazo, ahora tenían que realizarlo cuanto antes. No tenían cómo costear una operación de ese nivel. Le contaron que a un clarinetista de El Sistema también le habían hecho un trasplante de médula ósea a través de la institución ítalo - venezolana Fundación para el trasplante de médula ósea (FTM/ATMO), ubicada en Maracaibo, estado Zulia. Los profesores de su núcleo le dan el contacto de la institución. Raylis viaja a hacerse los chequeos. A los 15 días la llaman: debe viajar a Italia para ser atendida.


En total, pasa 17 meses en la ciudad de Padua, al norte de Italia.


Viajó junto a su madre, y con las bendiciones de todos los padres de sus compañeros de la orquesta, con un montón de estampitas de los arcángeles y del Dr. José Gregorio Hernández, que le regalaron profesores y empleados del núcleo. “Te puedo asegurar que si alguien tiene todas las estampitas de los arcángeles y del Dr. José Gregorio Hernández que se han impreso en Venezuela, esa soy yo”, ríe a carcajadas.


Al llegar a Padua los doctores tuvieron que evaluarla de nuevo para asegurar que el diagnóstico era el correcto. Raylis Coa no tenía un linfoma no Hodgkin. Raylis tenía leucemia. Así que debió comenzar el tratamiento desde cero. Iniciaron con cuatro ciclos fuertes de quimioterapia. Debían ser fuertes, le dijeron en su momento, porque no sabían si la leucemia se había expandido por todo su cuerpo. Para hacerle un trasplante de médula ósea debían barrer por completo con la enfermedad. “No le digo que me dio porque si se lo cuento no termino nuncaaaa (risas). ¡Me dio de todo! Eran cuatro ciclos que terminaron siendo ocho. Presumen que con las quimios que me hicieron en Venezuela no me debilité porque no era el tratamiento correcto. En Padua los valores, literalmente, me bajaron a cero. Imagínese que con una quimio me dio una reacción en el cerebro y me lo llenó de líquido”, recuerda… y sí, también ríe mientras lo recuerda.


Para hallar a la persona que genéticamente era igualita a Raylis pasaron algunos meses. Le hicieron pruebas a su hermana en Venezuela, y no era compatible. En Italia no había nadie compatible con ella. Su mamá no podía ser donadora porque tiene problemas de tiroides; su papá, pasaba la edad para donar. Los doctores comenzaron a evaluar a los hermanos de su mamá. No eran compatible. Siguieron con los dos hermanos de su papá. Ambos fueron compatibles. Los doctores seleccionaron al más joven de ellos, Jesús Ramón Coa. Su padre genético, como lo llama desde entonces, llegó a Padua e inmediatamente comenzaron a estimularle las células para que produjera células madres y pudiesen hacerle la transfusión a Raylis. Era 16 de septiembre de 2014, casi la madrugada del día 17.


“Uy, ese día fue muy emocionante. Casi a las 12 de la noche llega la saca con las celulas. ¡Chacha chacha chaaaaannn! Me hacen el trasplante, y en media hora pasó la saca. ¡Ya tenía célula nueva! Ahora comenzaba el proceso en el que debía de generar células blancas para que todas se fuesen pegando a mí. Sentí unos dolores, mi hermana. ¡Qué médula! A los tres días, con esa bendita y amada médula mía, comenzó a dolerme como usted no tiene ni idea. Ya a los tres días tenía hemoglobina, plaquetas, glóbulos rojos. ¡Ya a los tres días tenía coloooooor! Hasta color tenía, porque ya parecía un papel”, dice entre las carcajadas de su madre y las mías.


Al mes salió de la unidad de trasplante. Ya su tío debía regresar a Venezuela. Ese mismo día le dio una complicación que superó 30 días después. Ahora debía esperar en Padua entre seis a ocho meses para que los médicos observaran cómo reaccionaba a la médula y cuáles virus contraía. Comenzaba a comer todo lo que ella quería, y a manejar bicicleta.


Sin haberse podido llevar el violín, en el hospital una enfermera que era músico le prestó uno. Aunque había pasado tiempo sin siquiera leer una partitura, ella hacía una que otra escala. Una semana antes de su cumpleaños (11 de diciembre), recibió un violín de regalo de la Fundación Make-A-Wish, organización estadounidense que concede deseos a niños cuyos problemas de salud amenazan con su vida. Recuerda cuando le avisaron que podía pedirle un deseo a la fundación estaba entre dos deseos: conocer a Buddy Valastro, el archifamoso pastelero estadounidense; y un violín nuevo. Al final, se decidió por la música.


Llegó a Caracas el 15 de abril de 2015. A los pocos días se comenzó a reintegrar al núcleo. Sabía que debía ir poco a poco, pues ya no tenía el mismo nivel, y sus compañeros de orquesta ya habían avanzado. Ya no formaba parte de la fila de los primeros violines. Se sumó a los segundos violines de su orquesta. La vida le dio una gran bienvenida a casa: interpretó la Sinfonía N° 1, de Gustav Mahler, como parte de un gran concierto que ofrecieron en la Sala José Félix Rivas, del Teatro Teresa Carreño, las orquestas José Francisco del Castillo, Evencio Castellanos e Inocente Carreño. “¿Cuándo yo pensé que iba a interpretar la Primera de Mahler con un orquestón? ¡Jamás! Esto para mí fue extraordinario”.


A los siete días regresó al hospital por un virus que bajó sus defensas. Necesitaba donantes de sangre y de plaquetas. Todos en el núcleo colaboraron. Si alguno de sus compañeros no tenía la mayoría de edad, los chicos le pedían a sus familiares que donaran por ellos. Al recordar esto, Raylis llora. Llora y sonríe. Por estar hospitalizada se perdió el concierto en donde interpretaría la Sinfonía N° 2, de Mahler. Antes de comenzar el concierto sus profesores y amigos le informaron al público que en esa orquesta faltaba un integrante; que ese concierto iba dedicado a ella; y que para ayudarla un poco más necesitaban recoger dinero: Raylis ya se había consumido todo el seguro de salud. “Enviaban cadenas por todas partes solicitando colaboración para pagar la clínica. ¿Qué más puedo pedir? Sé que he ido musicalmente poco a poco detrás de la evolución de la orquesta, y ellos lo saben por eso siempre están ahí ofreciéndome su mano y sus consejos para apoyarme. Sabían que yo iba poco a poco, pero que iba detrás de ellos”.


Raylis comenzará en septiembre de este año a estudiar Fisoterapia en la Escuela de Medicina de la Universidad Central de Venezuela. Ya va por el segundo nivel del curso de italiano; hornea tortas y pan en su casa. Continúa en la orquesta y estudia en el Conservatorio de Música Simón Bolívar, ubicado en la Parroquia El Paraíso, al oeste de Caracas. Acaba de terminar el ciclo de vacunas. Al cumplir los dos años de su operación, deben hacerle un refuerzo.

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